domingo, 1 de julio de 2018

La Dialéctica de la Soledad


La Dialéctica de la Soledad (resumen). Octavio Paz


Psic. David A. Erguy
La soledad, el saberse y sentirse solo, desprendido del mundo y ajeno de sí mismo, no es una característica del Mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más, todos los hombres están solos. Vivir es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser. La soledad, es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente sólo, su naturaleza consiste en un aspirar a realizarse en un otro.

El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que siente a sí mismo, se siente como carencia de otro, como soledad. Al nacer rompemos los lazos que nos unen a la vida que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa entre deseo y satisfacción. Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo y caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos de traspasar nuestra soledad y ha rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir a la soledad. Así, el sentirse sólo posee un doble significado: "por una parte consiste en tener conciencia de sí, por otra, en un deseo de salir de ella". La soledad, se nos aparece como una prueba y purgación, a cuyo término angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos espera al final del laberinto de la soledad.

El lenguaje popular refleja esta dualidad al identificar a la soledad con la pena. Las penas de amor son penas de soledad. Comunión y soledad, deseo de amor se oponen y complementan. Y el poder redentor de la soledad transparenta una oscura pero viva noción de culpa: el hombre sólo "esta dejado de la mano de Dios". La soledad es una pena, esto es una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida esta habitada en esta dialéctica...

Nacer y morir son experiencia de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer; si no es otra caída en lo desconocido que es el morir. La vivencia de la muerte se transforma pronto en conciencia de morir. Los niños y los hombres primitivos no creen en la muerte, mejor dicho no saben que la muerte existe, aunque ella trabaje secretamente en su interior. Su descubrimiento nunca es tardío para el hombre civilizado, pues todo nos avisa y previene que hemos de morir. Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la muerte. Mas que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal.

En nuestro mundo el amor es una experiencia inaccesible. Todo se opone a él: moral, leyes, razas y los mismos enamorados. La mujer siempre ha sido para el hombre "lo otro", su contrario y su complemento. Si una parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra no menos imperiosa lo aparta y excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso y nocivo, más siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser aparte y al someterla a todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor le dictan, el hombre la convierte en instrumento. Medio para obtener el conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervivencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según muestra Simone de Beauvoir, pero jamás puede ser ella misma. De ahí que nuestras relaciones eróticas estén viciadas en su origen, manchadas en su raíz. Entre la mujer y nosotros se interpone un fantasma: el de su imagen, la imagen que nosotros hacemos de ella y con la que ella se reviste. Ni siquiera podemos tocarla como carne que se ignora a sí misma, pues entre nosotros y ella se desliza esa visión dócil y servil  de un cuerpo que se entrega. Y a la mujer le ocurre lo mismo: no se siente ni se concibe sino como objeto, como "otro".

Nunca es dueña de sí. Su Ser se escinde entre lo que es realmente y la imagen que ella se  hace de sí. Una imagen que le ha sido dictada por familia, escuela, amigas, religión y amante. Su feminidad jamás se expresa, porque se manifiesta a través de formas inventadas por el hombre. El amor no es un acto natural. Es algo humano y, por definición, lo mas humano, es decir, una creación, algo que nosotros hemos hecho y que no se da en la naturaleza. Algo que hemos hecho, que hacemos todos los días y que todos los días deshacemos.

No son estos los únicos obstáculos que se interponen entre el amor y nosotros. El amor es elección, pero la elección amorosa es imposible en nuestra sociedad, ya Breton decía que dos prohibiciones impedían, desde su nacimiento la elección amorosa: la interdicción social y la idea cristiana del pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar la ley del mundo. En nuestro tiempo, el amor es escándalo y desorden, trasgresión: el de dos astros que rompen la fatalidad de sus orbitas y se encuentran en la mitad del espacio. La concepción romántica del amor, que implica ruptura y catástrofe, es la única que conocemos porque todo en la sociedad impide que el amor sea libre elección.

Libro: El laberinto de la soledad.

Autor: Octavio Paz.

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